Se detuvo en la cafetería.
Ordenó una hamburguesa.
La pidió sin pepinillos, porque ella los amaba. Y lo hizo a propósito para de este modo evitar las agruras de la angustia raspar su garganta.
Y de pronto ahí estaba, en la mesa del rincón, los codos rozando la madera intentando equilibrar una cuchara en su nariz. El ocaso acariciaba las ventanas y derretía sus ojos en un meloso color avellana.
Se dijo que estaba cansado, tragándose el nudo en la garganta con el trago de refresco y dejó la hamburguesa a medio comer.
Luego continuó su camino y se vio a sí mismo al borde de la carretera, pidiendo raid aquel día que se agotó la gasolina y confió que ella los llevaría a Las Vegas.
Trató de no inmutarse cuando vio sus cabellos castaños recogidos en una colita de caballo a medio deshacer. El ceño fruncido como una niñita y esos enormes ojos condenándote al infierno cuando te echaba la bronca.
Cuarenta y cinco años después, tendido en una cama y aferrado a la morfina conteniendo el dolor como el oxígeno en sus pulmones, la extrañaba.
Y se culpó a sí mismo por no haberle dado opción. Por ser tan egoísta que se marchó cuando no obtuvo respuesta al arrodillarse.
Ahora lo entendía. Y si había malinterpretado su silencio?
Cuando sintió un profundo dolor en el pecho, sabía que era ella, desgarrándole las entrañas. Y fue tan intenso, que al suponer que lo merecía...se rindió, muriendo sólo y lejos de casa. Quizás ese era el precio a pagar.
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