Todas competíamos por algo. Éramos la princesa del cuento. La protagonista. La que el ramo escogía en las bodas de sus mejores amigas. Era como competir en una carrera. Ganabas. Y luego te quedabas atrás. Como una montaña rusa. Como si la tierra en nuestros pies se abriera, amenazante. Como un temblor en páginas escritas con mala ortografía. Nos aferrábamos a la tierra, y al pasto recién cortado que amábamos saborear por las mañanas.
Éramos las que miraban por el balcón y lo encontraban a él, en su magnífico y envidiable convertible rojo. Las que escapábamos por la ventana y suspirábamos una noche más contando las estrellas en sus ojos.
Éramos las que caímos de una en una. A las que nos trago la tierra para luego escupirnos en la adolescencia, con sueños succionados por una aburrida rutina natal.
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