La señora Donna
se vistió de amarillo esa mañana. Porque se lo había ganado. El sol no podía
brillar más que su sonrisa. Porque estaba feliz. Sus gruesos labios rojos no
ocultarían nunca más esa radiante dentadura.
Se quitó el
anillo del anular y en vez de arrojarlo en el primer contenedor de basura, lo
introdujo en el descascarado vaso de un anciano pidiendo limosna en la esquina
de la calle Fresno.
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